domingo, agosto 01, 2010

El cuento del hot dog


(Artículo no publicado el domingo 1 de agosto de 2010 en La Estrella de Iquique)

Había una vez un perro callejero llamado Clinton que solía hurguetear alrededor de un conocido restaurante en busca de comida para poner algo en sus escuálidas tripas. A veces encontraba trozos de pescado, restos de pollo, patas de jaibas, pulpo, arroz chaufa y wantanes con salsa de tamarindo. Su vida era una mezcla de hambre y pobreza. Todo lo que tenía era “el equipaje del perro”. Para peor, la autoridad había declarado que su vagancia era un peligro para la sociedad.
Un día -de doloroso recuerdo- y mientras buscaba entre las basuras del restaurante algo para sobrevivir, vio a la Mimí otra vez. La perrita del negocio que desde la distancia siempre lo había mirado con desprecio. Pero esa vez notó algo especial. El Clinton sabía que esa beldad de pelo suave, paladar negro, colita parada, baño semanal y con todas sus vacunas al día, era un manjar imposible. Sin embargo, la sabia naturaleza hizo su tarea y ese día con el sol del oriente en el cenit, el sensible olfato del Clinton - calibrado para oler de lejos cualquier cosa comible – recibió los aromas íntimos de la Mimí, que ya estaba en edad de merecer y que para su infortunio, esa tarde estaba en el clímax de su celo.
La carne es débil y Paris bien vale una misa, filosofó el Clinton y oyendo el mandato divino de perpetuar la especie, desvainó, y con su arma en ristre y antes que Mimí dijera ni guau, ya estaba a lo perrito portándose como animal.
Así estaban, olvidando raza, estirpe y condición, cuando apareció el dueño del estipendio de comidas y amo de la señorita, quien al ver a su mascota regalona, cubierta por un pulgoso quiltro del último quintil, entró en extrema cólera intentando separarlos de esa unión injuriosa y obscena. Pero los amantes rehusaban tomar caminos independientes.
Ante esto, el iracundo amo, buscó el filoso cuchillo que en la cocina blandía con la destreza de cirujano plástico y se abalanzó sobre los canes logrando destrabarlos. Luego, cogiendo al aterrado Clinton lo llevó al patio para hacer santa justicia sobre una piedra plana - donde solía golpear los locos- para limpiar en esa ara el honor mancillado de Mimí que hasta minutos antes no la habían picado ni las pulgas. El Clinton ya delirante de pavor recordó lo que había oído sobre el debido proceso y la presunción de inocencia, pero su “suegro” no creía en la justicia humana sino en aquello de “por donde pecas pagas”. Y cegado por la ira… zaz… con un certero corte, dejó al Clinton sin su apéndice reproductor. Privado de parte de su equipaje”.
Antes de contar el final, compartiré algunos alcances: El Clinton era inocente. La culpable fue la naturaleza. La Mimí también era inocente, sus movimientos de cola fueron instintivos. Lo censurable sería su actitud. ¿Qué explica que una perrita ABC1quiera sexo con un pulgoso perro C2? Pero el final es feliz.
“El Clinton recuperó la salud. Está bastante bien, medio raro para orinar pero es superable. La Mimí vive con él en una parcela de Alto Hospicio y sus seis cachorros. El victimario fue puesto a la sombra unos días y obligado a entregar alimento de por vida a la familia del Clinton. También debe ir durante 56 semanas a la comisaría del cuadrante a ver La Dama y el Vagabundo”. Un final de película. Digo yo.

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