Había una vez, en una
parcela de agrado de propiedad de Sir Pitbull,
cita al sur de la capital del
reino de Chile, se encontraba el legendario Rey Arturo, reunido con algunos de los Caballeros de la
mesa Redonda y sus doncellas, que venían
a estas tierras hispanas a un torneo deportivo con el propósito de tomarse la
Copa América . La mayoría de ellos, eran respetados caballeros que vivían en centenarias
ciudades de Europa.
Y allí estaban, libando
exquisitos y onerosos vinos de cepas también europeas, de muy
buena estirpe, que les ayudaban a
digerir y facilitar el paso por el
tracto alimentario de las carnes a las brazas de sabrosas carnes de Wuayu, al que ellos lo identificaban como el “asao de
guallú”. Por su vida viajera y mundana, los caballeros no tenían ya el hábito
de comer vacuno. Y como eran todos ricos o muy ricos, gastar unas cuantas
monedas de más en carne fina, no les
salía ni por curados.
Como parte del jolgorio y la tradición, también entonaban cánticos y gritos guerreros,
como el CHI, CHI, CHI, …LE, LE, LE…a la vez que
exhibían sus tatuajes de guerra, que mostraban saludos, promesas, honras y
creencias graficadas en frases bíblicas y en letra gótica, como asimismo, variada iconografía
religiosa.
Y allí estaban, libando caballerosamente los brebajes
espirituosos provenientes de oscuras botellas de “poto profundo” y disfrutando frente a la mesa redonda (la forma
circular era para expresar el sentido de equipo e igualdad ) sin una posición
privilegiada. Sin embargo no cabía duda que el líder natural era el Rey Arturo, reconocible de inmediato pues era el que blandía la espada Excalibur y que
tenía el corcel más caro y veloz. Un potro de color rojo italiano, del stud de
la Ferrari uno de los mejores del mundo. Brioso, picador, desafiante, digno de
un rey.
En aquella aciaga tarde y tras el bendito asado, Arturo y su
reina salieron hacia la capital, pero al Rey se le ocurrió pasar por el Casino Monticello
a botar unas pocas monedas profanas y servirse algunos copetes para no llegar
con olor a carne a la concentración. Allí perdió varios miles de pesos, pero mucho
más perdería (casi $200 millones) en pocos kilómetros más adelante. El resto es historia.
Todos los medios nacionales e internacionales difundieron este affaire deportivo-lúdico-
etílico.
Nunca pensó el Rey Arturo que podría confundirse tanto con el
mandato de la hinchada nacional cuando
le pidió que “levantara la copa”. Lo que casi lo mató, fue levantarla en exceso,
dejando malherida su imagen.
Al amanecer, tras una noche
entre rejas y quejas por dolores varios, pero no graves y una vez oreado y ya sin ganas de pegarle a ningún
funcionario del orden público, optó por disculparse ante sus súbditos. Fue impactante
ver lloriquear y hacer pucheritos a un Rey. Uno se hace la idea de que los
monarcas son todo poder, autoridad, fuerza, valentía y audacia. Nunca afectados
por las banales emociones propias de los siervos de la leva. Yo soy de la época (mi mamá me lo enseñó) en que los hombres no lloraban, por eso creo
que el Rey Arturo debió ser más machito. Le faltó algo, posiblemente la
asesoría de un consejero como el mago Merlín o de su ayudanta la hada Morgana.
El que le prestó ropa al día siguiente de la noche trágica
donde murió su potro italiano, fue Sir
Alexis Sanchelot un atlético mancebo de
Londres de origen humilde pero con Corazón de León. Así, se reanimaron los
espíritus, volvió la fuerza, la confianza y todos los Caballeros de la Mesa
Redonda volvieron a cabalgar con su Rey. Y fueron felices hasta la próxima Copa.
Salud, digo yo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario