No es mi intención echarle a perder
las vacaciones a nadie ni tampoco me gustaría que se me tildara de aguafiestas.
Usted podrá hoy estar tirado de guata en la playa, disfrutando de sus merecidas
vacaciones leyendo el diario y tan solo de ver el título de esta columna se le
corte la leche. Que tenga un aterrizaje
forzoso con la realidad. En pocos días más, “los niños entran a clases”.
¡Oh my God! como dice una amiga, se
acabó el recreo para los padres, comienza un nuevo año escolar. Tan solo recordar que se
viene la compra de las fatídicas y onerosas listas de útiles escolares, las
levantadas temprano, los tacos de autos entre otras “dificultades
citadinas", recién uno toma conciencia de que el año en rigor no comienza el 1
de enero de cada año, sino del día en que los chiquillos vuelven a clases.
Este acontecimiento es un drama
anual que ya con el correr de los años debiéramos tener mucho mejor asumido. Lo
vivimos durante muchos años los que fuimos padres-apoderados de la Básica a la Media y es una experiencia
que se vive día a día por muchos años con pequeños break por vacaciones. Las de
invierno un pequeño respiro y las del verano, un poco más holgadas. Por suerte
en este país somos pródigos en fines de semanas festivos.
La situación tiene de dulce y de
agraz. Para muchos es un alivio que los cabros reinicien su período escolar.
¡Por fin… ya no los soportaba más en la casa! Otros en cambio los echarán de
menos y esperarán con ansias su regreso cada día. Todo depende de muchas variables:
la edad del querubín, la cantidad de hijos estudiantes, la cercanía- lejanía
del establecimiento, etc.
Cualquiera que sea la configuración
familiar y sus características, hay sin embargo algunas manifestaciones típicas
que en el día de inicio de las clases se presentan. Y hay una en particular que
se gana el premio: el genio, también
conocido como carácter. Ese día y esa mañana del primer día de clases del año, extrañamente
la gente se levanta atrasada y por esa
causa se enrabia fácilmente y por muchos motivos. Imaginemos la escena de una familia con tres
niños entre 8 y 12 años. En el lapso que media entre el “levántense que estamos
atrasados” expresado con bastante vigor y subido de tono, y las preguntas
impregnadas de incertidumbre como “pusieron las colaciones en la mochila”, “se lavaron los dientes” el ambiente se pone
tenso. Por otro lado están los retos. Estudios al respecto han permitido advertir que antes que los niños
salgan de la casa con rumbo al colegio, ya los papás los han retado a lo menos
ocho veces. Verifíquelo.
El inicio de clases es un ritual
que con los años se automatiza y no produce traumas, salvo adicción. Dura
hasta, no me consta si perdura en la universidad. En el caso de los que recién
se inician, en los papás “virgenes” y que vivirán este año su primera
experiencia, no deberían tener problemas porque la situación está llena de
ternura: “amorcito despierte, hoy hay que ir al Jardín”. Luego serán recibidos
por cálidas y amorosas tías, ambiente de puro amor solo roto a veces cuando el
educando no quiere separarse de su madre y hace una pataleta memorable. Algunas mamás han pasado su par de horas incrustadas
en sillitas con medio trasero al aire, para permitir la adaptación social del
divino tesoro. Qué duda cabe, la
educación merece nuestro mejor esfuerzo, digo yo.
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